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PARTE DOS
Batalla en el Valle de Arsuf en 1191
El sol con desesperación muda caía a plomo sobre la costa polvorienta de Palestina. Una columna interminable de soldados cristianos -exhalando un olor pesado y opresor,- avanzaba en dirección a Jaffa, encabezada por el rey Ricardo Corazón de León -un empresario de pompas fúnebres,- con el silencio que forma parte de la obediencia como que hubiera bebido en el Leteo. En la vanguardia, los caballeros templarios marchaban con sus capas fantasmagóricamente blancas cruzadas de rojo, sobre sus armaduras bruñidas. Los estandartes ondeaban, y el sonido de los cascos de cientos de caballos se mezclaba con los salmos entonados a voz en cuello. Frente a ellos, la media luna del ejército de Saladino, -con la cabeza bien asentada sobre el cuello y ésta sobre el tronco,- con miles de arqueros y jinetes ligeros, se preparaba para envolver la columna. La tensión era insoportable. Los templarios, guardianes de la vanguardia, mantenían el orden mientras los turcopolos que eran las tropas aliadas exploraban los flancos como un presagio de horror, sabiendo que nada es demasiado pequeño. Pronto las flechas del sultán oscurecieron el cielo, lloviendo sobre la infantería cristiana. Los templarios bajaron las vísceras de sus yelmos. El maestre de la Orden, con voz recia, ordenó formar la cuña de choque, la formación clásica templaria, una punta de lanza humana, capaz de atravesar cualquier línea. Cuando sonó el cuerno de guerra, los templarios espolearon sus caballos de guerra -animales inmensos, entrenados para golpear y resistir- y cargaron con la fuerza de un alud clásico. El estruendo fue brutal, el primer contacto partió las líneas de Saladino como cortar con acero. Los caballos aplastaron arqueros, mientras las espadas largas templarias cortaban de lado a lado con su poema autoperforante. Con un libertinaje voluptuoso en una crueldad inhumana terrible con una deliciosa ironía en una ocasión tan lúgubre.
Los gritos, el polvo, la sangre y el olor de los cuerpos mezclados con el calor formaron un paisaje salido de la Divina Comedia. La disciplina templaria se mantuvo al sonido del clarín, retrocedían y volvían a reagruparse, impidiendo ser rodeados. A su alrededor, las banderas blancas con la cruz roja flameaban, infundiendo temor. Muchos mamelucos retrocedían al verlos acercarse, sabiendo que el Temple rara vez daba cuartel.
Al final del día, tras varias cargas, la coalición de Saladino se vio obligada a retirarse, dejando el campo sembrado de cadáveres y estandartes caídos. El suelo empapado de sangre y el polvo pegado al hierro de las armas recordaban que, aunque la cruz había vencido, el precio había sido espantoso.
“El conocimiento es más fuerte que la memoria y, no debemos confiar en lo más débil”
Van Helsing. Drácula
La polvareda del asedio apenas dejaba ver la muralla. Bajo el sol ardiente, el caballero templario -con su patología espiritual,- ajustó su cofia de malla y empuñó la espada larga. Había desmontado su caballo, dentro de la estrecha brecha de un muro roto, el combate sería demasiado cerrado para cabalgar. A su alrededor, un puñado de templarios -unas miserias respirantes,- formaba un muro de escudos hombro con hombro, avanzando con pasos lentos hacia la abertura. Del otro lado, guerreros sarracenos aguardaban, lanzas bajas, chillando consignas. El templario sintió el sudor y sangre por la frente, con su mirada fantasmal inspiró hondo, recitando un versículo en latín. Cuando sonó el cuerno, empujaron hacia adelante. El choque fue brutal, un muro contra otro. Su escudo de cometa crujió bajo el impacto de una lanza enemiga. Con un rugido, lanzó un corte de arriba abajo partiendo el hombro de su rival hasta el pecho. Sintió el hueso astillarse, un terrible golpe seco. Retrocedió un instante, otro vino sobre él con un alfanje brillante, bloqueó el tajo con el borde del escudo, sintió la vibración recorrerle el brazo, y respondió con una estocada al vientre. La espada se hundió con dificultad en la cota de malla y tuvo que patear el cuerpo para liberarla.
Gritos, sangre, polvo, el hedor del metal quemado, el miedo. Otro templario cayó a su izquierda, con un dardo en la cara, y un compañero lo arrastró fuera de la línea. El templario no tuvo tiempo de pensar en su silencio fantasmal dulce y amargo a la vez, el siguiente atacante le arrojó una maza de guerra que apenas desvió, notando el golpe en la hombrera de hierro que le pudo arrancar el brazo. Entonces, con un grito de batalla avanzó de nuevo, estrellando su escudo contra el turcopolo. El hombre perdió el equilibrio, y la espada templaria le atravesó la garganta, apagando el grito con un borbotón de sangre. Alrededor, sólo vio caos, estandartes medio quemados, flechas clavadas en cadáveres, templarios y sarracenos mezclados en un combate sin cuartel. Allí, en el polvo no había cruzadas, no había fe, sólo muerte y acero. El templario se persignó, levantó su arma y se lanzó otra vez al fragor.
El calor aplastaba como un yunque sobre la muralla rota. Khalid, un soldado del ejército de Saladino, apretó los dientes y blandió su alfanje con el sudor corriéndole por todos lados. El polvo de los cascotes le rascaba la garganta. Habían roto la pared del bastión al amanecer y ahora los templarios de cruces rojas avanzaban como zopilotes buscando carroña. Eran pocos, pero parecían de piedra, implacables. Khalid sintió el temblor en la muralla cuando sonó el cuerno de ataque templario dió un paso atrás, apretó el escudo de madera y escuchó el rugido de guerra acercándose. Una masa de hierro y cuero blanco entró por la brecha. Un templario venía directo a él espada en alto, pero Khalid lanzó un corte descendente con su alfanje, buscando el costado, pero el templario detuvo el golpe con su escudo de cometa y se abalanzó sobre él como una bestia. La fuerza del impacto le sacó el aire de los pulmones y lo empujó contra los restos de la muralla. Vió un destello de metal y apenas desvió la estocada con su escudo que raspó las tablas con un chirrido y lo dejó surumbo. Khalid giró y atacó bajo el brazo del cruzado, sintiendo cómo su alfanje cortaba la cota de malla y rasgaba la carne del costillar. El templario aulló de dolor, pero no cayó, giró de nuevo con un tajo brutal que le abrió el antebrazo a Khalid. Retrocedió tambaleando con sangre goteando de su brazo. Los musulmanes llegaron lanzando gritos de Allahu Akbar para reunir fuerzas, rodearon al templario, que apenas alcanzó a levantar su espada antes de que la lluvia de lanzas lo apartara del paso. Khalid miró a su alrededor, humo, gritos, polvo y cuerpos retorcidos por todas partes, se resbalaba con la sangre. Vio caer a otro de sus compañeros atravesado por una flecha cristiana, y supo que nadie saldría de allí limpio. Un joven templario se levantó otra vez, con la cruz roja manchada de tierra y sangre, dispuesto a seguir matando. Khalid tragó saliva, tenía que frenarlo, así que se ajustó el escudo en el antebrazo herido, rezó la shahada, y se lanzó de nuevo contra el enemigo. El rugido del templario que sentía humillada su virilidad, retumbó en los muros destrozados. Khalid apenas se sentía dueño de su propio cuerpo, el brazo izquierdo le sangraba, tembloroso, y la armadura ligera le resultaba insuficiente contra los golpes de aquellos gigantes de acero, el templario se libraba de dos lanceros con un tajo veloz, y de pronto sus ojos del caballero se cruzaron con los suyos. Fue como si toda la batalla se congelara. Khalid percibió el brillo de la mirada tras la visera abierta, llena de furia y fe ciega. El templario avanzó, -sumido en su malcontenta oquedad,- espada en alto. Khalid -propenso a los arrebatos sensibles,- inspiró hondo, notó la quemazón en su antebrazo, y elevó el alfanje intentando mantener la guardia alta, protegiendo el cuello. Cuando chocaron, el mundo se volvió un estallido de metal. Sintió la espada templaria rebotar contra su escudo. Respondió con un corte bajo, buscando las piernas. Logró herirle un muslo, no lo suficiente para botarlo.
-¡Dios lo quiere! gritó, mientras descargaba otro mandoble. Khalid cedió un paso, y otro, con el aliento cada vez más corto. Un compañero apareció a su lado, blandiendo una lanza, y juntos lo rodearon. Golpearon, pincharon, lanzaron estocadas rápidas. El templario giraba como un animal cercado, su espada danzando de uno a otro. El miedo había aguijoneado su imaginación así que su lanza se clavó en el hombro del templario, que rugió de dolor y Khalid aprovechó, lanzándose con un tajo dirigido al costado y la hoja curva de entró, rasgando cuero, piel y músculo, cayó de rodillas, la sangre manando a borbotones, su mirada, todavía desafiante pues era un loco que razonaba con cordura. Khalid respiró, sin poder creer que aquel coloso había caído. Sintió un nudo en el estómago, no era orgullo, era un vacío oscuro. El hombre que había matado rezaba a un Dios no tan distinto al suyo en el conciliábulo y había muerto peleando con el mismo coraje.
La brecha seguía abierta, más templarios entraban, los estandartes blancos con la cruz roja ondeando entre el humo. Khalid supo que la lucha no había terminado. Ajustó el alfanje, vendó rápido su brazo, y buscó al siguiente enemigo, con la garganta reseca y el corazón martillándole el pecho. La brecha en la muralla terminó por ceder completamente.
Al anochecer, el estandarte blanco con la cruz roja flameaba sobre la torre más alta, señal de que los templarios habían tomado la posición. Los defensores musulmanes, superados en número y agotados, comenzaron a retirarse desordenados hacia los barrios interiores, mientras otros cayeron bajo las espadas cruzadas o fueron hechos prisioneros. Khalid, con el brazo vendado logró escapar con un grupo de arqueros, refugiándose en una calle lateral. Miró hacia atrás y vio cómo los templarios reorganizaban sus filas, quemaban barricadas y colocaban guardias para evitar un contraataque nocturno.
Cuando el combate cesó, el aire estaba cargado de un silencio terrible, apenas el murmullo de los moribundos y el crepitar de los incendios y el simún azotando. Cadáveres musulmanes y cristianos yacían revueltos, muchos ya sin rostro, irreconocibles bajo el polvo entre el aire nauseabundo. La propia corrupción se había podrido lo que era cómicamente grave. Los templarios, obedeciendo a su regla de disciplina, formaron patrullas para registrar casa por casa en busca de supervivientes. Tomaron prisioneros y confiscaron armas, pero también comenzaron a requisar víveres y objetos de valor, pues la orden consideraba el saqueo un derecho de conquista. Algunos templarios rezaron por las almas de los caídos, de ambos bandos, mientras otros se afanaban en levantar empalizadas defensivas por si regresaba el ejército de Saladino. Los habitantes del lugar -mujeres, niños, ancianos- salían de sus escondites con rostros de terror. Algunos fueron expulsados de la ciudad, otros quedaron bajo control de los cruzados, obligados a pagar tributos para poder conservar su vivienda y ser esclavizados. Khalid se escondió en la sombra de un establo contemplando con rabia cómo ondeaba la cruz templaria en su ciudad. Sabía que no había terminado, cuando la noticia llegara a Saladino, sin duda volverían a intentar recuperarla. Pero, por ahora, la fortaleza estaba perdida. En la muralla rota, las antorchas templarias iluminaban la sangre seca y los estandartes rasgados. Como era su costumbre, despojaron a los vivos y a los muertos. Un templario, de rodillas, rezaba sobre los cuerpos destrozados, murmurando:
“Non nobis, Domine, sed nomini tuo da gloriam”
No a nosotros, Señor, sino a tu nombre da la gloria
Chapelle ardente.
Querían hacer de la muerte lo menos repugnante posible.
Así terminaba una jornada de furia y fe, dejando tras de sí un campo empapado de muerte, donde apenas despuntaba la luna sobre el polvo rojo de la cruz. El humo todavía se alzaba desde la muralla rota cuando los mensajeros alcanzaron el campamento de Saladino, a dos jornadas de distancia. El sultán, en su tienda de campaña bordada con hilos de oro, escuchó el informe con el ceño fruncido.
-¿Dicen que los templarios han tomado la fortaleza? -preguntó con voz contenida.
-Sí, mi señor - respondió el explorador, temblando. Han izado su estandarte y ocupan la torre norte. Saladino conocía a los templarios, disciplinados, feroces, y sobre todo, tozudos. Si no los expulsaba pronto, la fortaleza se convertiría en un puesto de avanzada para seguir devastando la región. Invocando tormentas ordenó de inmediato reunir a sus emires, mientras hacían tocar los tambores de guerra. En pocas horas, miles de soldados comenzaron a formarse en el polvoriento llano, listos para marchar. Arqueros a caballo, lanceros, jinetes mamelucos. La columna parecía un río oscuro que fluía hacia la costa. Al llegar a las ruinas, Saladino mandó explorar los alrededores. Vio con amargura la destrucción, el humo, los cuerpos de musulmanes y cristianos entrelazados en la muerte. Juró recuperar aquella plaza antes de que el enemigo se enraizara. Al amanecer del segundo día, los clarines templarios anunciaron alarma. Los vigías vieron la marea de estandartes del sultán ondeando, y los exploradores apenas tuvieron tiempo de replegarse. Saladino, con su guardia mameluca, ordenó cerrar filas, la infantería avanzó para retomar la brecha, mientras sus arqueros a caballo flanqueaban las murallas, lanzando una lluvia de flechas. Los templarios formaron un nuevo muro reconstruido a toda prisa con maderas y rocas. Dispararon ballestas desde lo alto, buscando frenar el avance, pero la disciplina del ejército del sultán era tan férrea como la de ellos. A media mañana, la primera oleada musulmana estrelló sus escudos contra la defensa cristiana. La lucha se reanudó en un duelo brutal, lanza contra lanza, alfanje contra espada. El polvo se volvió irrespirable. Khalid, herido pero decidido a pelear de nuevo, volvió a entrar en la brecha junto a sus compañeros. Reconoció entre los templarios a un caballero alto, con la cruz roja manchada de sangre seca, el mismo que casi lo había matado la tarde anterior. El joven templario alzó la espada y gritó en latín palabras que no puedo publicar y, Khalid sintió el pulso acelerar. No había espacio para el miedo. Y quedó hecho un magnífico cadáver con la desolación de la muerte. Una nueva trompeta sonó, y los guerreros de Saladino entraron a cuchillo, empujando sin piedad. Durante horas, el combate osciló sin dueño, hasta que finalmente, la superioridad numérica y ahogándolos por la presión constante obligaron a los templarios a retroceder hacia el patio interior de la fortaleza. Allí resistieron con uñas y dientes. Al atardecer, comprendieron que no podrían sostenerla más y el maestre templario ordenó evacuar a los heridos y salvar el estandarte de la cruz, para no permitir que cayera en manos del enemigo. Bajo una lluvia de flechas y gritos de venganza, los últimos templarios abandonaron el puesto en retirada organizada. Saladino -una bestia salvaje,- permitió que algunos escaparan, pues quería enviar un mensaje a Europa y demostrar que la Media Luna era capaz de reconquistar su tierra. Cuando cayó la noche, las tropas de Saladino entraron victoriosas, levantando nuevamente el estandarte del islam sobre la fortaleza arruinada. En el polvo, bajo el brillo pálido de la luna, Khalid miró la bandera verde ondear y sintió un extraño alivio, aunque sabía que la guerra estaba lejos de terminar.
Todos habían escuchado el aleteo de las alas del Ángel de la Muerte.
La sangre es la vida, pero cuando se derrama…¡Jaque!
Piedra que rueda no tiene moho.
Destinados a ocupar un lugar prominente en el mundo giratorio.
“Hasta los polos y los trópicos pueden firmar una alianza.”
Con toda escolomancia en la espesa niebla que ellos mismos producían, una vez cayó Acre, los templarios, –los últimos defensores de la ciudad– se trasladaron a la isla de Chipre, pero su papel se encontraba ya muy gastado. El rey de Francia, Felipe IV el Hermoso, -que por cierto era bien feo, con sus miserias respirantes,- cuya política era extremadamente cara, consideró que había llegado el momento de deshacerse de los templarios para apropiarse de sus bienes y para eliminar una orden que, de hecho, constituía un Estado dentro del Estado francés, algo así como lo que pasa aquí. Fue en ese contexto –y por esas razones, aunque se esgrimieran otras– que el 12 de mayo de 1310, en un campo cercano al Convento de Saint-Antoine, en las afueras de París, después de una suerte de juicio engañoso comandado por el MP y la Corte Suprema, que en realidad fue una artimaña para justificar sus muertes, 54 caballeros del Temple fueron asados en la hoguera –como si fueran viuda con hueso de brujos– en lo que pasó a la historia como “la matanza de los templarios.” No fueron las primeras muertes en esa campaña contra ellos, ni tampoco serían las últimas, pero sí el único episodio que, por su magnitud, puede considerarse una masacre. Si el episodio no es muy conocido se debió en gran parte que quedó opacado por otro que ocurrió casi cuatro años más tarde, en el parque de Vert-Galant de París, la ejecución, también en la hoguera del último jefe de la Orden, considerada el final definitivo de los Templarios. Todavía hoy junto a una escalera de ese parque se puede leer una inscripción que señala el sitio preciso donde se montó la hoguera y la identidad de la víctima. “En este lugar, Jacques de Molay, último gran maestre de la orden del Temple, fue quemado el 18 de marzo de 1314.”
El crecimiento económico de los templarios fue vertiginoso para la época, así como el del ejército que lo sostenía, del cual aquí sacaron molde. Para 1250 la orden era propietaria de unas 9,000 granjas y campos y más de medio centenar de castillos distribuidos en Tierra Santa y Europa, una fuerza armada de 30,000 hombres, una flota propia. Era, además, la primera banca internacional por la magnitud de sus fondos, los préstamos que brindaba y sus transacciones. Entre sus clientes y deudores se contaban varios reyes europeos, una enorme cantidad de nobles e, incluso, la Iglesia que en buena parte era de quienes ostentaban el poder político en Europa y, el dinero adeudado supieron utilizarlo en su propio beneficio al incidir en decisiones de gobierno desde un lugar que, creían, nadie podía tocarlos. Sin embargo, ese fue el germen de su perdición, porque al hacerse esas deudas impagables provocaron, como en el caso de Felipe IV de Francia, que buscara sacarlos del pentagrama para no tener que reembolsarles.
El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional
Hablando en taquigrafía, el fin del principio de los templarios tuvo su origen en una derrota militar cuando en 1291 los musulmanes se apoderaron de San Juan de Acre, el último bastión de los cruzados de Tierra Santa, no fueron pocos quienes en Europa comenzaron a cuestionar el sentido de la existencia de órdenes militares como los Templarios y los Caballeros Hospitalarios, encargadas de proteger a peregrinos que ya no podrían transitar los caminos que llevaban a Jerusalén. En la Iglesia, mientras tanto, surgió una corriente que propuso unificarlos bajo un solo mando, a las órdenes del Papa, con la consiguiente pérdida de autonomía. Esa fue la excusa que muchos de los deudores del Temple iniciaran un movimiento para destruirlos y, así, no sólo fingir demencia pagar lo que debían sino también quedarse con sus bienes. Por entonces, el gran maestre del Temple era Jacques de Molay, elegido en 1292, un acérrimo defensor de la independencia de la orden en un intento por salvarla, le presentó un proyecto para emprender una nueva cruzada al Papa Clemente V, que lo convocó en 1306 a Poitiers, en Francia, para discutirla también con los Hospitalarios. Sin embargo, al llegar a la cita, el gran maestre templario se encontró con que el tema central había cambiado, el pontífice le hizo saber que circulaban acusaciones sobre la moralidad de los caballeros de la orden y que se iniciaría una investigación a cargo de miss Porras del MP. Un 12 de octubre de 1307, cuando De Molay asistía a los funerales de Catalina de Courtenay, cuñada de Felipe IV -emperejilado intelectualmente,- el monarca esperó el final de la ceremonia para mandar a detenerlo con agentes de la PNC, junto con una gran cantidad de templarios en todo el territorio francés. Fue una verdadera redada muy bien orquestada, de las que muy pocos lograron escapar por los túneles del Chapo. Felipe IV justificó las detenciones en un pedido del inquisidor de Francia, que había solicitado su colaboración para confirmar las presunciones sobre diversos pecados que se imputaban a los caballeros. El procedimiento seguido por el monarca y el inquisidor era absolutamente ilegal, -como todo aquí,- ya que los templarios pertenecían a una orden independiente, cuya jurisdicción dependía directamente del pontífice y no del rey. Entre otras cosas se los acusó de que, para ingresar a la orden, los nuevos caballeros debían renegar tres veces de Cristo y escupir otras tres veces a la cruz o a su imagen y que quien presidía esta ceremonia besaba al neófito al final de la espina dorsal, el ombligo y la boca, que por voto hecho durante la profesión, los caballeros neófitos estaban obligados a aceptar relaciones carnales cuando fuesen requeridos a ello por otros miembros de la Orden, sin poder rehusar y, que los cordones de lino que ceñían sus túnicas habían sido consagrados tocando un ídolo baphomet en forma de cabeza humana barbada, a la que adoraban y además que celebraban la misa omitiendo las palabras de la consagración.
Lo recto y lo torcido son según de dónde se miren
Con todos los modos y tiempos del verbo chingar, había centenares de templarios detenidos, incluido el gran maestre De Molay, -que después hasta mojaba la correa en el mismo charco,- pero Felipe IV -el junior flemático,- con amor hacia lo oscuro y con cándidas observaciones buscaba eliminarlos definitivamente en un manantial de odio recíproco. El rey no podía ordenar sus muertes, porque dependían de una investigación ordenada por el Papa aficionado al láudano, que se iba estirando hasta agotar su paciencia. Ideó entonces una estratagema con la complicidad del arzobispo de Sens, Felipe de Marigny, quien le debía su nombramiento y era el encargado de juzgar a los templarios que habían sido arrestados en París, que habían confesado los pecados de los que se los acusaba bajo tortura, con dolor, terror y debilidad incipiente. Habían llegado temprano a la mansión de la muerte. El 11 de mayo de 1310, la comisión manejada por el arzobispo se reunió para tomar declaración a los caballeros del Temple, y muchos de ellos se retractaron de las confesiones que les habían arrancado bajo tormento. Eso le permitió al arzobispo de Sens acusarlos de herejes impenitentes, un cargo que se pagaba con la muerte. Los defensores de los caballeros enviaron emisarios al encargado de dictar sentencia para asegurarles que, a pesar de lo que se afirmaba, muchos de los presos habían jurado en prisión y bajo tortura, que los cargos contra la Orden eran falsos y que por lo tanto no se habían retractado de nada, pero fueron desoídos, lo que no es nada raro. Para evitar cualquier posible intervención del Papa en favor de los reos, Felipito IV ordenó que se los ejecutaran al día siguiente. El 12 de mayo, 54 templarios fueron llevados en carretas hacia un campo ubicado en las cercanías del convento de Saint-Antoine, en las afueras de la ciudad, donde fueron quemados en otras tantas hogueras. El olor a churrasco se sentía a cuatrocientos metros a la redonda.
El cronista Guillaume de Nangis, testigo de las ejecuciones, relató:
“Ni uno solo de ellos -no hubo excepción- reconoció ninguno de los crímenes que se les imputaba, sino que, al contrario, persistieron en sus negativas, diciendo siempre que se los condenaba a muerte sin causa e injustamente, lo que mucha gente pudo comprobar, no sin gran admiración y una inmensa sorpresa.”
Con el resuello del humo despidiendo aroma de carne en el fogón.
Ya era tiempo de que maduraran los elotes.
Les dieron a remojar su pan en su propia salsa.
Acabaron tocándoles los timbales.
Un templario que sobrevivió al no retractarse de su confesión también dejó testimonio y aseguró pocos meses después ante una comisión papal que las acusaciones eran falsas pero que él había aceptado confesar lo que le pidieran para salvar su vida. En los apuntes tomados por la comisión pontificia sobre la declaración del caballero Emery de Villars-le-Duc se anota:
-“Habiendo visto llevar en carretas para ser quemados cincuenta y cuatro hermanos de la Orden que no habían querido confesar dichos errores, y habiendo oído decir que los habían quemado, él, que temía, en caso de ser condenado, no tener bastante fuerza ni paciencia, estaba dispuesto a confesar y jurar por temor, ante los comisarios u otras personas, todos los errores imputados a la orden, y decir incluso, si así lo querían, que había dado muerte a Nuestro Señor.”
Y agrega:
-“Emery de Villars-le-Duc suplicaba y conjuraba a dichos comisarios y a nosotros, notarios presentes, no revelar a las gentes del rey lo que acababa de decir, temiendo, dijo, que, si tenían conocimiento de ello, le entregasen al mismo suplicio que los cincuenta y cuatro templarios. Los comisarios, viendo el peligro que amenazaba a los testigos si ellos continuaban oyéndolos bajo este terror, y conmovidos además por otras causas, resolvieron sobreseer por el momento.”
Eso le terminó salvando la vida.
Desesperadamente les cayeron por el ochavo, pues los 54 templarios fueron quemados en la hoguera, el gran maestre De Molay -que también había confesado bajo tortura- continuaba preso y la orden no había sido disuelta por el Papa. A diferencia de los interrogatorios hechos en Francia por las comisiones diocesanas, donde las torturas hicieron que la mayoría de los acusados aceptara algunos de los cargos que se les imputaban, aunque eran capaces de marear a las piedras como curvas de sofonía, en el resto de la Europa -sin tormentos de por medio- la mayoría de los templarios acusados se declaró inocente. El Papa, determinó entonces que se repitiesen los interrogatorios con aplicación de la tortura y así se obtuvieron algunas confesiones de culpabilidad, aunque la mayor parte de los acusados perseveró en sus declaraciones de inocencia.
Presionado por Felipiño IV y aunque la acusación de herejía seguía sin comprobarse en la mayoría de los casos, el Papa Clemente V decidió acabar con el problema de los templarios de raíz y el 22 de marzo de 1312 emitió la bula Vox in excelso, que abolía la orden del Temple no por sentencia judicial, sino por disposición apostólica, bajo pena de excomunión para quien llevara el hábito de templario o actuara como tal. Los bienes del Temple pasaron a la orden del Hospital y sus miembros se integraron debieron integrarse a otras órdenes. No tuvieron esa suerte el gran maestre Jacques de Molay y uno de sus colaboradores más cercanos, el gran preceptor de Normandía, Geoffroy de Charney, ejecutados en la hoguera a orillas del Sena el 18 de marzo de 1314. Hasta el final, los dos siguieron negando las acusaciones y como último deseo pidieron ser atados al poste donde serían quemados con la cara hacia la catedral de Notre Dame para morir mirándola, como presagio que siglos después ésta también ardería en llamas.
Y luego se dieron a la tarea de la iconoclastia y la mente in albis.
Así pudieron comprobar en alma propia que la vida eterna no existe.
A todo pesar se sentían empingorotados con tumultuosa fé.
El montículo primordial.
Así les destruyeron el nido con todo y huevos a la cofradía.
Un telón de teatro sin poderse cerrar.
Un final inacabado.
un caso de estudio magnífico.
“la locura sería más soportable que verdades como ésta”
FIN
sergiodeleonlopez
Chilera historia, entretenida e interesante. Mis respetos
ResponderBorrarEscribiste un relato impresionante sobre los Templarios. Tu descripción de sus batallas asesinas, robos y poder me movió emociones, miedo, rabia y dolor por las víctimas. En fin, acabaron como merecían, torturados y en la hoguera, por el rey y sus secueces en contubernio con el Papa corrupto y con los mismos "religiosos" que crearon la Orden. Mis respetoa y felicitaciones, cada obra que escribes supera a la anterior mi Autor favorito. Gracias por compartirla!
ResponderBorrarEscribiste un relato impresionante sobre los Templarios. Tu descripción de sus batallas asesinas, robos y poder me movió emociones, miedo, rabia y dolor por las víctimas. En fin, acabaron como merecían, torturados y en la hoguera, por el rey y sus secueces en contubernio con el Papa corrupto y con los mismos "religiosos" que crearon la Orden. Mis respetoa y felicitaciones, cada obra que escribes supera a la anterior mi Autor favorito. Gracias por compartirla!
ResponderBorrarAymara de León
ResponderBorrarEscribiste un relato impresionante sobre los Templarios. Tu descripción de sus batallas asesinas, robos y poder me movió emociones, miedo, rabia y dolor por las víctimas. En fin, acabaron como merecían, torturados y en la hoguera, por el rey y sus secuaces en contubernio con el Papa corrupto y con los mismos "religiosos" que crearon la Orden. Mis respetos y felicitaciones, cada obra que escribes supera a la anterior mi Autor favorito. Gracias por compartirla!
Muchas gracias por tu comentario, de verdad lo aprecio mucho pues me sirve para seguir escribiendo. Te amo
BorrarAymara de León
ResponderBorrarLes recomiendo leerla, ilustra la historia y el fin de los bárbaros Templarios, siempre adornada con la gracia del Autor. Si la empiezan no podrán parar hasta terminarla, les moverá emociones fuertes.
Desafortunadamente siempre los han tenido como héroes
BorrarTony Rodz
ResponderBorrarPor cierto MUY bueno lo que me enviaste...
Exitos
Gracias Tony, me alegra que te haya gustado
BorrarMaría Edelmira Paredez Arévalo
ResponderBorrarMuchas gracias, no tenía ni idea de lo que ellos hacían bajo la mesa
Esta es una forma de desenmascararlos
BorrarNoemí Moreno
ResponderBorrarGracias amigo por compartirlo, es muy interesante
Gracias querida amiga, me alegra que te haya gustado
BorrarSilvia Ana Wyler Parel
ResponderBorrarExtraordinaria historia, me impresionó mucho
Me alegra eso
BorrarDaniel Ortega
ResponderBorrarChilera historia, entretenida e interesante. Mis respetos
Muchas gracias, tu comentario me inspira para seguir escribiendo
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